viernes, 26 de diciembre de 2008

EL CRISTO DE S.JUAN DE LA CRUZ


Todos conocen a Juan de la Cruz como poeta; muy pocos, en cambio, lo conocen como pintor.


Y es que el fraile de Fontiveros, parco hasta frisar el silencio en la poesía, lo fue más en la plástica:

Una tinta –cuya pequeñez: un óvalo de seis centímetros de largo por cinco de ancho,

que hablan de la humildad del alma de nuestro más alto místico y que regaló a Ana María de Jesús, quien a su muerte lo heredó a María Pinel– es lo único que existe.


Inspirado en esa pintura, que el carmelita realizó un día en que recogido en la "tribuna" alta de la iglesia del convento de la Encarnación –donde hoy se encuentra– meditaba en el dolor de Cristo crucificado, Salvador Dalí pintó uno de sus cuadros más hermosos y más conocidos:

El Cristo de San Juan.


En el pequeño óvalo de San Juan. Su Cristo no está sereno, sino convulsionado y arqueado hacia delante; tres gotas de sangre vuelan de su mano derecha, es burdo y guarda una perspectiva inconcebible para su época: está también visto desde arriba, pero a diferencia del de Dalí, no desde el centro, sino desde el ángulo izquierdo de la cruz, como si el Padre buscara descender del cielo para tomar el cuerpo arqueado y destruido de su Hijo en sus brazos.


Según el crítico Camón Aznar, muy pocos en su tiempo habían afrontado este tipo de perspectiva. La que hay en el dibujo del carmelita "únicamente puede ponerse en relación con la visiones oblicuas de Tintoretto o de algunos esbozos de Miguel Ángel".
Y es que la visión de San Juan, como la que habita en sus más altos poemas, no es la del artista. En él hay un plus que asombra y desconcierta. A diferencia del artista que parte de las cosas para revelarnos lo inefable que hay en ellas, San Juan que, antes que artista es místico, trata de decir a través de las cosas la experiencia primera de lo inefable. Su vivencia de la poesía –en la que incluyo también su pintura– va de lo desconocido experimentado (Dios) a lo conocido (las cosas y sus imágenes icónicas). O, para decirlo con Albert Beguin, no trata, como el artista, "de encontrar a Dios en las cosas, lo uno en lo múltiple, sino, al contrario, de partir de la intuición masiva y verdaderamente primara de la unidad ‘conocida’ [...] para encontrar las cosas [...] en Dios, aprehenderlas en el instante en que dejaron de ser apariencias aisladas [...] para comenzar a ser"


Por ello, cuando Juan de la Cruz pintó su Cristo, no tenía un propósito puramente estético. Estaba, como lo narró Ana María de Jesús –quien no fue sólo la receptora del dibujo,

sino la confidente de su experiencia– arrobado en la contemplación del misterio de la crucifixión.


De pronto vio una imagen –eso que años después el propio San Juan definirá en sus tratados como representaciones "imaginarias" o "intelectuales" según afecten diversas áreas del contemplativo– y golpeado por ella la copió "automáticamente".


Lo que de ahí salió no sólo fue una inmensa obra de arte, sino una visión palpitante,

un grito sobrecogedor, porque no se escucha, pero cuya conmoción

pone en movimiento al Padre que se precipita, a través de la perspectiva,

a acogerlo y nos pide también a nosotros, que lo contemplamos, una respuesta semejante.


Si alguien comprendía y vivía la inmensidad de ese amor, construido

–como dice José María Xavierre al hablar del dibujo– "con trazos nerviosos,

toscos, fibras, más que líneas, oscilantes y nebulosas", era San Juan.


No en vano tomó para sí el nombre de De la Cruz.


Lo dijo en su dibujo, en sus poemas, en sus tratados.


Se lo dijo también a Ana María de Jesús,

cuando arrodillada ante el confesionario de San Juan,

le preguntó si Dios le había concedido algún don cuando ofició su primera misa:

"Padecer en esta vida la penitencia de todos los pecados que como hombre flaco

pudiera cometer si su divina Majestad no le tuviera de su mano."


JAVIER SICILIA

1 comentario:

  1. Desde el Carmelo con cariño,os doy las gracias por vuestro trabajo en la Red.
    http://dejaosamar2.blogspot.com

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